Lengua

Tamaño de letra

Prelado Bernhard Behnen: Cómo nos sentíamos

Prédica del 16 de abril de 1946 en Lübeck

Cristianos que me escuchan!

Para esta prédica del recuerdo invoquemos primero la ayuda de Dios! “Estamos muertos, pero miren, vivimos para toda la eternidad” (Apoc. 1, 18) esto nos dicen hoy nuestros muertos,  a quienes recordamos en esta hora solemne. Nunca antes había percibido la fuerza de la verdad que contienen estas divinas palabras, como ahora,  bajo la impresión que tengo al encontrarnos reunidos aquí; porque estoy en el mismo lugar desde el cual sus capellanes difuntos hablaron con ustedes tantas veces, llenos de joven y comprometido entusiasmo,  con profunda caridad y fidelidad. Acaso no nos parece que estuvieran vivos aquí entre nosotros ahora en este templo de Dios, cuando los recordamos por sus palabras y por sus hechos?

Cristianos que me escuchan!

Lo que ustedes acaban de cantar: “Durante la última cena, la noche antes de su muerte” resonó de las maneras más diversas en nuestros corazones cuando, sus capellanes, inmediatamente antes de encaminarse a la guillotina y a la muerte, recibieron de mis manos los santos sacramentos. Eso les demuestra cómo nos sentíamos.

A lo largo de los últimos años me ha tocado preparar y acompañar a su ejecución a cientos de hombres y mujeres. Créanme que cada uno de estos  sucesos  ha sido físicamente casi insoportable y anímicamente de un dolor que supera todas las medidas. Pero este amargo sufrimiento fue siempre transfigurado debido a la gran alegría de saber que todos estos cientos de personas, sin excepción, se prepararon a la muerte con profunda fe y murieron también siendo profundamente creyentes. No sólo tengo la esperanza, sino también la firme convicción de que  cuando tenga lugar el feliz  “nos volveremos a ver”  que me desearon al morir, también van a cantar un “Deo gratias” por toda la eternidad, por haber podido morir tan profundamente creyentes y bendecidos con la ayuda de Dios y la intercesión de los santos.

Cristianos que me escuchan!

Sin embargo, cuando de la misma manera tuve que acompañar a mis amados hermanos, sus capellanes, me conmoví aún mucho más dolorosa y profundamente. Pueden ustedes comprenderme? Imagínense lo que significa que un sacerdote deba acompañar a su propio hermano al derramamiento de su sangre y deba verlo morir. Acaso no debía repetirse lo que sentimos al cantar “La Madre de Cristo estaba, dolorosa, al pie de la cruz llorando de todo corazón, mientras su Hijo colgaba del madero” Sí, así sentí yo en mi corazón desde el primer momento en que me reuní con sus capellanes luego de su arresto y hasta la última hora, cuando sus cabezas fueron violentamente cercenadas del cuerpo. Porque ustedes bien saben y si no lo saben, no hay nadie que  lo pueda explicar mejor que yo, que lo experimenté, lo viví, y lo sentí, que nosotros, los sacerdotes católicos,  tenemos una unión mucho más fuerte que la sangre. Somos miembros de un cuerpo, cuya cabeza es Jesucristo. Jesucristo es el corazón de esta unión y de este divino corazón fluye incesantemente la sangre del Hijo de Dios hacia nuetras almas sacerdotales, mientras nosotros celebremos dignamente cada día la Santa Misa, comamos el cuerpo de Cristo y bebamos su sangre. Sí, es así como se forma un corazón, un alma, una fraternidad, una unidad que sólo puede ser  instaurada por Dios mismo.

Cristianos que me escuchan!

Este ser uno en Jesucristo de los sacerdotes católicos es algo tan celestialmente  hermoso, que amigos y enemigos  pueden pensar, escribir y hablar de ello sólo con profundo respeto.

Qué feliz debe ser cada sacerdote que esté conciente de esto! Y quién más que sus capellanes  lo vivieron concientemente durante su vida, su pasión y su muerte!

El 17 de abril, por la tarde, yo todavía estaba en la cárcel. Y como sucede a menudo, también entonces Dios manejó la situación. Yo ya iba a irme cuando me dijeron que hacía poco habían internado a unos sacerdotes católicos, pero que no estaba permitido visitarlos. Pero también esto lo posibilitó la divina Providencia. De algún modo pude llegar hasta ellos. Como ustedes saben hay experiencias que uno piensa que van a ser  recordadas eternamente. Así fue este primer encuentro.

Primero entré a la celda del capellán Prassek. Apenas había abierto la puerta, mientras yo estaba aún en el dintel, vino él hacia mí, me abrazó y con lágrimas en los ojos  dijo:”Bendito  el que viene en Nombre del Señor! Gracias a Dios que después de tanto tiempo puedo estar en compañía de un hermano, de un sacerdote católico.” Luego de que esta alegría por el encuentro fraternal lo había puesto como ebrio, volvió en sí y me pidió que al día siguiente le llevara los sacramentos.

Luego visité al vicario Lange. Me recibió tal como era él, un intelectual, tranquilo, pero muy conmovido interiormente, diciendo: “Santa Teresita del Niño Jesús, mi amiga en el cielo, ha logrado enviarme al hermano que tanto y tan largamente he añorado desde la celda. Habrá una tortura más grande para un sacerdote que encontrarse durante meses violentamente separado de sus hermanos?!”  Y me pidió que le llevara los sacramentos lo antes posible.

 

Cuando entré en la celda del capellán Müller, luego de mirarme un instante me dijo: “Puedo decirle lo que ahora siento? Me siento como María Magdalena cuando la mañana de Pascua, de madrugada saludó a Jesús; con esta alegría en el corazón lo saludo a usted, amado hermano; el cielo no podía haberme regalado una alegría más grande que volver a tener diariamente a un hermano como compañero de camino.” También él, como los otros dos, pidió recibir cuanto antes los sacramentos o poder celebrar la santa Misa.

“Sí, que hermoso y bueno es cuando los sacerdotes configuran una comunidad  de tanta confianza”, resonaba en mi propio corazón. Y cuando muy tarde regresé a mi casa, me invadió el corazón el deseo, más bien esta oración al Señor: “Si todos los sacerdotes de nuestra diócesis, del mundo entero estuvieran tan unidos y fueran tan solidarios como estos capellanes!” Acaso no fue ese el deseo del Salvador cuando  rezó ante sus apóstoles durante la última cena: “Padre, permite que todos sean uno como yo y Tú somos uno”?

Y aunque lo que ahora sigue tuvo lugar más tarde, conviene recordarlo en este contexto.

Un día vino a ver  a sus capellanes el  sacerdote – decano  Bültel para estar con ellos y conversar con ellos antes de su muerte. Uno por uno fueron llevados ante él. Después de la visita estaban tan contentos como si hubieran sido indultados. “Miren cómo se amaban!” Y cuando yo poco antes de la ejecución les dije que el señor obispo vendría a visitarlos, su alegría fue aún más grande. Y el obispo vino y se le permitió visitar a cada uno de sus capellanes en su celda. No puedo describir cómo fue aquello. Ninguna visita entre un padre y su hijo pudiera haber sido más conmovedora, llena de confianza y de mutua comprensión. Acaso no sotros los católicos no debemos estar orgullosos de que nuestro Señor Jesucristo nos haya legado un sacerdocio como el que tenemos?  Y la mejor manera en la que ustedes pueden agradecérselo es rezando que este espíritu de fraternidad y de unidad entre los sacerdotes de la Iglesia católica se conserve hasta el último día.

Es para mí un santo deber recordar en este momento al pastor de la iglesia luterana, el querido hermano en el ministerio, pastor Stellbrink. Aunque él no era uno de los nuestros y aunque yo no estaba encargado de él, ya durante mi primera entrevista con ellos, los tres capellanes me pidieron con un corazón comprensivo y sacerdotal, que también lo visitara. Lo visité y mientras más a menudo lo veía, más cercano me fue resultando.

Cristianos que me escuchan!

Cuán santa debe ser nuestra vida, qué preciosa debe ser nuestra alma, como para que Jesús se haya hecho hombre, haya padecido y haya muerto por nosotros, leí  una vez en un libro de Röck. Sí, así es, pues cuanto más nos internamos en la verdad de estas palabras,  tanto más crece nuestra preocupación por los prójimos  que nos han sido encomendados. Y así me sucedió respecto de sus capellanes. Por eso también ellos pensaban más en el bien en y en el sufrimiento de quienes les habían sido confiados. Esto se manifestó ya en el primer encuentro. Lo expresaron de una u otra manera:”Señor Cura, cuide a los varones y a los jóvenes que han sido apresados junto con nosotros, para que sus almas no sufran ningún daño. Nosotros preferimos renunciar a cualquier privilegio si de ese modo se les puede ayudar a estos hombres que nos habían sido confiados.”

El bienestar y el sufrimiento de estos hombres les parecía  estar en peligro, puesto que en Lübeck corría el rumor de que los capellanes habían sido imprudentes, que ellos les habían causado esta desgracia, que deberían haber callado como lo hacían otros sacerdotes. Esta fue una de las mayores torturas que padecieron. Ellos sabían por qué habían actuado como habían actuado. Tenían perfecta claridad acerca de su deber frente a Dios y a la propia conciencia de  preservar a la juventud que les había sido confiada ante los errores de los últimos años. Sin consideración respcto de su propia vida ellos cumplieron su santo deber.

Cristianos que me escuchan!

Los grandes maestros espirituales hablan en su lenguaje religioso de una pasión amarga y de una pasión beatífica y feliz. Durante todo el tiempo en prisión sus capellanes sufrieron la pasión amarga. Ustedes no lo van a entender, porque sólo lo puede entender quien haya padecido en sí mismo  un dolor semejante. Pero en la eternidad  van a comprender  todo lo que sus capellanes tuvieron que padecer desde su encarcelamiento hasta el momento de la muerte en la guillotina. Ciertamente durante los meses previos a la condena a muerte también el sol y la esperanza de ser absueltos penetraron su dolor y cuando les llegó la noticia de la condena a muerte, esperaban precisamente, y de manera especial el capellán Müller, que los indultaran y los dejaran libres. No debemos olvidar que habían sido condenados a muerte debido al odio, a la calumnia, a la maldad. Por eso la desilusión  fue tan grande, el dolor tan amargo, cuando el 10 de noviembre de 1943 a la una pasado el mediodía, les anunciaron que la ejecución se llevaría a cabo a las 6 de la tarde.

Yo había intentado lo mejor posible de familiarizarlos con la pena de muerte y con la ejecución. Y eso había sido bueno.

Primero fui a la celda del, capellán Müller porque suponía que era quien más iba a sufrir. Me recibió en paz y contento. En verdad, su rostro estaba cadavéricamente pálido y sus brazos y rodillas temblaban, pero sólo por algunos instantes.

Lo abracé y  lo oprimí contra mi corazón. Permanecimos en silencio, sin decir palabra, eran los corazones los que dialogaban sobre lo que ocurría en nuestro interior. Luego comenzamos a rezar hasta que, levantándose, el capellán Müller dijo:” Bueno, ya estoy preparado, espero poder recibir inmediatamente antes de mi muerte a mi Señor y Salvador y junto a El daré mis últimos pasos.” Y desde ese momento no volvió a perder ni la paz, ni el contento.

Entonces fui a ver a los demás. Primero al vicario Lange, luego al capellán Prassek. No es necesario describir lo que experimentamos. También en estos encuentros hubo que superar la angustia de la muerte. Puede acaso sucederle de otra manera a alguien que debe caminar hacia el  Golgotha de manera tan humillante e injusta, si al mismo Señor debió asistirlo un ángel venido del cielo para darle fortaleza y valor en su dolorosa agonía?

Esta fue la pasión amarga, el amargo dolor que sus capellanes padecieron durante la última hora de su vida.

Luego de este encuentro, sobrevino una paz celestial. La pasion amarga comenzó a transformarse en la pasión beatífica, en la beatitud de sufrir y morir. Este dolor capaz de hacer feliz – la pasión beatífica – se manifiesta maravillosamente en las cartas de despedida de sus capellanes, especialmente en la carta que el vicario Lange les escribió a sus padres.

Así, pasamos  juntos las últimas horas antes de su ejecución con gran intimidad y fraternidad, con una alegría y un sentimiento de transfiguración tales, que todos alrededor, como lo formuló un vigilante que no era católico, decían que la celda se había transformado en un cielo. Entonces llegó el momento en que recibieron por última vez los santos sacramentos. Fueron instantes santos, tal como debe haber sucedido durante la Última Cena en el cenáculo. Inmediatamente antes de darles los sacramentos, le dije a cada uno que luego de comulgar le dijeran con Jesús al Padre desde lo más profundo del alma y con todas las fuerzas del espíritu, “Padre, perdónalos, porque no sabían qué desgracia me inflingieron.” Y los tres rezaron tal como se debe rezar cuando la oración cristiana, católica debe complacer a Dios:”Padre, perdónalos, porque no sabían cuánta desgracia me han ocasionado”. Y rezar de este modo, rezar sin odio en el corazón hacia nada de lo que hay sobre la tierra excepto el pecado, y recibir el viático en la más profunda paz con Dios y con todos los hombres, no les resultó difícil.

Esto yo lo sabía, puesto que desde el comienzo de su prisión hasta el último momento habían estado llenos de amor también para con sus enemigos.

De a poco llegó la hora, las 6 de la tarde. El primero que tuvo que encaminarse a la guillotina fue el capellán Müller. Luego de desnudarlo, le ataron los brazos a la espalda. Caminamos juntos hacia el patíbulo, mientras él rezaba:”Jesús, María y José, les entrego mi cuerpo y mi alma. Jesús, María y José, asístanme en mi última agonía. Jesús, María y José, que mi alma descanse en paz junto a ustedes.”  Una vez junto a la guillotina se volvió como pudo hacia mí y dijo: ”Señor Párroco, nos veremos alegremente en el cielo! Pero déles ahora mis más cariñosos saludos  a mis amados de Lübeck, a quienes jamás olvidaré!”

Así muere un sacerdote santo, me dijo mi voz interior.

Volví entonces para ir a buscar al vicario Lange. Le alcancé la cruz para que la besara, rezamos y luego él dijo: “Por favor páseme la imagen de Santa Teresita del Niño Jesús a quien he venerado especialmente.” Durante el tiempo de su prisión yo le había procurado esta imagen que él había pedido, es la misma que se encuentra ahora aquí en su iglesia. Contempló pues, lleno de confianza la imagen y rezó su última oración: “Santa Teresita del Niño Jesús, tú me has obtenido tantas gracias del cielo. Cada vez que en Lübeck me encontraba con gente, especialmente con jóvenes que se habían alejado de Dios, tú me ayudaste con tu intercesión a  guiarlos de regreso a la casa del Padre en nuestra santa Iglesia. Santa Teresita, como ves, yo mismo estoy ahora en la miseria y necesitado de auxilio, ayúdame especialmente con tu intercesión y llévame contigo hacia la casa celestial del Padre.” Entonces caminamos uno junto al otro hacia el patíbulo. El iba rezándole al Señor  y a Santa Teresita. Sus últimas palabras antes de morir fueron: “Señor Párroco, nos volveremos a ver con alegría junto a nuestro Dios en el cielo. Pero ahora lléveles saludos a mis fieles en Lübeck.”

Después tuve que ir a buscar al capellán Prassek. Durante este trecho mis pensamientos recorrieron su tiempo de prisión. El había sobrellevado su padecimiento de manera especialmente animosa desde los comienzos y hasta el final. Todo lo que le impusieron, lo cargó valientemente. Sus compañeros de dolor hablaban frecuentemente de esto, de cómo él los animaba, cuando el dolor era demasiado grande. Los viajes entre Hamburg y Lübeck, donde tenían lugar los juicios, y de Lübeck a Hamburg, cuando los condenaron a muerte, deben haber sido terribles y torturantes. Pero había uno, así lo decían los demás, que siempre nos llenó de ánimo y nos contagió, era nuestro hermano Prassek. Yo nunca lo vi triste. El también debe haber padecido agonía y debe haber sostenido la lucha en su alma. Sufría especialmente por haberse hecho tal vez culpable debido a la decisión  y la falta de temor con que se había manifestado siempre respecto de la fe católica y de la moral cristiana. A mí me parecía a menudo que el demonio lo tentaba especialmente con esto. Pero él estaba tan profunda y firmemente enraizado en la fe en Jesucristo, que nunca trepidó, nunca renegó, nunca perdió el ánimo, ni siquiera en la última hora antes de su muerte. Cuando estuvo listo para subir a la guillotina, pidió la cruz. Le pasé la cruz y la besó con gran devoción. Nos pusimos en camino y al llegar a la puerta de la sala del patíbulo, me tocó con el codo y me dijo:”Señor Párroco, quede con Dios, yo estoy seguro de que me encamino a contemplar a Dios, por eso muero lleno de confianza. Voy a rezar incesantemente también por usted, hasta que nos volvamos a saludar en el cielo, pues de esto usted debe estar seguro. Y no se olvide decirle a los de Lübeck que desde toda la eternidad yo pensaré en ellos como un auténtico sacerdote.

El Pastor Stellbrink fue el último que subió al patíbulo. Me pidió que fuera donde él. A menudo nos habíamos saludado, especialmente las últimas semanas antes de su muerte, cuando compartía una celda con el capellán Lange. Su asombro era siempre muy grande cuando hablaba sobre la profunda religiosidad y la unidad de la vida eclesiástica que veía en la Iglesia católica. Se conmovía siempre al observar cómo los católicos de Lübeck apoyaban sin temor a sus capellanes, incluso en los días y semanas en que  tanto los difamaron. Se despidió de mi con las palabras: “Señor Párroco, le doy las gracias por todo el bien que usted me ha hecho. Yo sé cuán poderosa y eficiente es la oración de un sacerdote católico y por eso le pido de todo corazón que rece por mi señora y por mis hijos. Rece también que mi señora no se desplome debido a la tragedia que le ha sobrevenido, rece sobre todo para que mi señora y mis hijos vivan de tal manera, que algún día nos podamos volver a ver en la contemplación de Dios, hacia la cual ahora me dirijo confiado.

Cristianos que me escuchan!

Qué les dirían sus capellanes ahora desde la eternidad, ellos, que los amaron, ellos que les fueron fieles hasta la muerte  y que sellaron esta fidelidad con su muerte? Estoy seguros de que ellos les dirían: “ustedes han pasado por muchos sufrimientos y dolores, pero tómenlos como venidos de la mano de Dios, porque entonces se convierten en alegría y en bendición. Nosotros lo sabemos. Pedimos por ustedes, para que vivan según Cristo como fieles católicos hasta el último respiro y porque queremos volver a vernos en la eternidad, en la comunión con Dios y con todos los ángeles y santos, por los siglos de los siglos. Amén.

 

Traduccion: Sr. Ursula O.S.U., Santiago, Chile

 

Info


Bernhard Behnen tuvo a su cargo a partir del año 1928 la capellanía
católica en la prisión preventiva de Holstenglacis en la ciudad de Hamburgo.
El 16 de abril de 1946 predicó en la Parroquia del Sagrado Corazón de
Lübeck sobre su experiencia durante el tiempo que acompañó en la prisión a
los Cuatro Mártires de Lübeck.